El rojo del diminuto calzón de encaje resalta en un fondo de piel color canela. Los espacios transparentes de la prenda dejan entrever el entramando misterioso que traza el vello púbico. Un liguero se desliza suavemente desde el torneado muslo hasta el último dedo del pie, seguido de un par de labios que a su paso trazan un imaginario surco de fuego ardiente. Una mirada se solaza ante el corpiño cuyos bordes dejan imaginar su explosivo y sensual contenido. “… loco, loco, loco, como un acróbata demente saltaré sobre el abismo de tu escote hasta sentir que enloquecí de libertad tu corazón…”, dice el tango de Piazzola. Cuatro dedos ciegos adivinan el acertijo con el cual se suelta el ajustador de senos y el jadeo se convierte en grito y la piel se funde con la otra piel.
Las yemas de los dedos, los labios e incluso los dientes se convierten en delicados instrumentos de orfebrería al momento de empezar uno de los rituales más exquisitos y sensuales de cuantos haya ofrecido la raza humana a sus deidades: el ritual que descubre las prendas íntimas femeninas.
Quitar o poner, mostrar u ocultar, en suma la cuestión es… vestir o desvestir. Misterio por develar es el aura que rodea a las prendas íntimas femeninas.
Sin embargo, ese arte de vestir, ese arte de mirar, ese desenfrenado placer que provoca en los voyeurs la ropa interior femenina y esa afición de las mujeres por el refinamiento al momento de escoger su atuendo más íntimo, tiene su larga historia.
Como también tiene su propia historia la ropa interior femenina. Esa prenda de uso cotidiano que a primera vista parece no tener importancia frente a la “grandes historias de héroes y conquistadores”, pero que sin embargo ha pasado a lo largo de su evolución por diversos momentos a la par de la propia historia humana.
A tal punto ha evolucionado la importancia de la ropa interior femenina que actualmente la industria de la lencería mueve millonarios capitales en el rubro de la moda y el modelaje femenino.
La magia y misterio sensual (y sexual) que implica la ropa interior femenina, tanto en la que viste como en el que desviste; tanto en la se muestra como en el que mira; tanto en la que goza escogiendo y seduciendo con sus prendas íntimas como en aquel que sucumbe ante un liguero o unas medias de red, son motivo de otros abordajes.
En este artículo pretendemos dar un vistazo apretado de algunos momentos importantes por los que ha atravesado la historia de la ropa interior femenina.
Y para ello consultamos el libro “Piel de Ángel, historia de la ropa interior femenina”, de Lola Gavarrón. En lo que sigue, una pequeña síntesis de la excelente investigación de la autora española.
Según Gavarrón, las prendas íntimas, como los buenos vinos, las joyas o la cristalería, han pertenecido siempre a un mundo cerrado que elabora sus propios lenguajes y origina sus propios artesanos, corseteros y lenceros, para una elaboración a medida y exclusiva.
De ahí que esta su historia de la ropa interior femenina recorra más los salones que las tascas; las mansiones más que las chozas; los grandes escenarios más que el teatrillo local.
Para Gavarrón quienes han marcado la pauta y han removido leyes y tribunales para preparar las ventajas de hoy, han sido fundamentalmente bailarinas, artistas de teatro y grandes damas en general, quienes, con mayor o menor gracia y fortuna, han sabido luchar contra las rémoras de su época y terminar imponiendo la nueva estética y, por lo tanto, las nuevas formas de vida y relación social.
Pero ¿dónde están esas damas de antaño?, porque cada generación coloca su utopía en el pasado y sólo así siente ganas de transformar su presente. ¿Dónde están aquellas damas que hicieron furor, aquellas damas bravías hasta la amenaza, que llenaron los sueños de nuestros abuelos y la memoria de nuestros padres? ¿Dónde están Caroline Otero, Mata-Hari, Emilienne d’Alençon, Sara Bernardt, María Ladvenant, Lola Montes, Teresa Cabarrús, Cleo de Merode, Lina Cavalieri, Liane de Pougy, Catalina de Medicis, Josephine Baker, Joan Crawford, Marilyn Monroe… y tantas otras?
En el principio
Lola Gavarrón en su libro “Piel de Ángel” se remonta varios siglos atrás y se pregunta: ¿las Nefertitis y las Cleopatras egipcias, qué llevaban debajo de las túnicas? Tal y como muestran los relieves egipcios de la época, las esclavas (de origen árabe o nubio), iban siempre bien desnudas y constituían la población mayoritaria femenina. La ropa interior no existía más que como refinamiento para las grandes damas. El vestido, en general, era símbolo de distinción social.
Sólo las damas podían llevar airosamente sus transparentes túnicas llamadas kalasyris y, debajo, el shenti, primera prenda interior conocida, especie de vaporosa enagua bordada y ribeteada de hilos de oro.
Siguiendo el hilo del tiempo a punto están los griegos y en una isla olvidada del mar Egeo surge una figura insólita por su armonía y su gracia: “La Parisina”. Esta dama vivió allá por los años 1600 a.c.
La figura, que se conserva en el Museo Histórico de Creta, se muestra con un ceñido corsé que enmarca su talle de avispa y deja descubiertos sus senos. Con sus dos culebras en ristre, la bella helena tiene una pícara expresión que parece comerse el mundo. Sabe que está marcando de una vez y para siempre el canon femenino.
La Grecia helenística coincide con el florecer de la Roma Imperial. Los comienzos de lo que llegaría a ser el inmenso imperio romano son más bien austeros. Abiertas túnicas recubren ceñidas y prosaicas prendas íntimas.
Pasando los siglos, las romanas accederían al único poder que de verdad cuenta: el poder social y sensual. Animadas por las licenciosas costumbres de la Corte, bellas jovencitas de todos los rincones del imperio acuden a Roma y se instalan como dignas cortesanas. Los vulnerables patricios romanos sucumben ante sus bordadas lencerías.
En tanto, en las brumosas laderas del norte de Europa, velludos y barbudos bárbaros, cuyos vestidos se caracterizan por el dominio de “lo cerrado”, debido a las inclemencias del clima.
Las coloradotas bárbaras de rubias trenzas deambulan desnudas bajo sus vestidos, excepto las campesinas y las que cabalgan que visten honestas calzas.
El cristianismo, religión oficial del imperio a partir del siglo IV, al separar rápidamente el sexo del corazón, se convertirá en fanático perseguidor de los placeres sensuales. Se anunciaban ya en lontananza la cota de mallas y el cinturón de castidad. Europa ingresa en una fase de indiscriminada violencia, represión y escasez.
En los albores de la sensual etapa renacentista la vía amorosa es bastante accesible. Sea cual sea la condición social de la mujer, la ropa interior es más bien escasa y no suelen llevar más que una amplia camisa que se ciñe al talle con la ayuda de un ancho cinturón de quita y pon. Serán, por tanto, las mangas, las estrechas y bordadas mangas, tan estrechas que deben ser cocidas y descocidas diariamente sobre el cuerpo de la dama, las que marcarán el nuevo fetichismo de la época, puesto que la tradición exige el ocultamiento perpetuo de los brazos.
El siglo de las luces
El siglo XVII fue pródigo en costosas y cuidadas lencerías íntimas. El siglo XVIII, el siglo de la ilustración, develaría poco a poco el tan rígido como ceñido cuerpo femenino.
Imaginemos el cuadro: Un salón privado, música de cámara, Vivaldi o Corelli. En primer plano una dama quien, ayudada por una sirvienta, termina de estrecharse el corsé; un caballero, de rubia peluca y casaca escarlata, la observa entregado. Suaves pieles reposan en un sillón a lado del perrito – serán la envoltura de tan almidonadas enaguas, corsés y miriñaques.
Los calzones y la revolución francesa
Siempre a la luz del libro “Piel de Ángel” de Lola Gavarrón, llegamos a la época de la revolución francesa (1789). Luego, mayo de 1793 verá correr a los sans-culottes por las calles. Los sans-culottes, artesanos, obreros, maestros y aprendices, se llaman así por haber abolido el uso de las calzas y presentarse adecentados con ceñidos pantalones largos, al uso del cual quieren obligar a los demás ciudadanos. Estos mismos sans-culottes se erigen en “héroes callejeros” a la hora de intimidar a cuantas doncellas con aire aristocrático pillan en sus correrías.
Por eso no es de extrañar que las primeras en adoptar su “consejo” fueran las vapuleadas damas quienes se pusieron a buscar “pantalones protectores” y las que no los encontraban se las ingeniaban para alargar su camisa mediante paños espesos que ataban a las piernas con sendas ligas.
Con la revolución desaparecieron, como tantas otras cosas buenas, los pedidos de encajes y las encajeras se refugiaron en Bruselas, tradicional emporio del encaje. Napoleón volvería a rehabilitarlas protegiendo los encajes de Alençon, Chantilly y Bruselas.
De 1830 a 1914, será la edad de oro de la lencería íntima, la época en que aquella fue más abundante y más oculta que nunca, la época privilegiada de fetichistas de uno y otro sexo, que gozaron de una protección interna que les hacía sentirse como joyas inmaculadas en espesos tabernáculos.
Por otra parte, la ropa interior ha jugado siempre varios papeles; funcional, erótico, social… y hasta de expresión de rebeldía. En España, en el trienio constitucional (1820-23) las damas partidarias lucían verdes y ceñidas ligas que, primorosamente, a la manera de la llorada Mariana Pineda, habían bordado con el lema “constitución o muerte”.
En general siempre han ido bordadas las ligas, siendo el tema preferido el amatorio hasta el punto de que ciertos caballeros se declaraban enviando un determinado mensaje en las ligas que ofrecían a sus damas.
Hasta 1914, la mujer no mostrará públicamente sus tobillos y se dijo en ese momento que las damas están empezando a dejarse conocer.
Nada era más apasionante para un hombre de hasta el siglo XX que vislumbrar la curva de un pie, o la forma de un tobillo. Esto favoreció a un impresionante fetichismo en tornos al pie, el tobillo y las pantorrillas.
En esos años, se suprimió el corsé y las medias, que hasta entonces quedaban fijadas a él se vieron libres. ¿Cómo fijarlas a media pierna? La solución llevó su tiempo y finalmente se inventó el liguero, prenda ligera y elástica que aseguraba el perfecto estirado de las medias. Nadie sospechaba que acababa de nacer una prenda que haría estragos en la imaginación y en los sueños de los jóvenes del siglo XX. Fetiche de fetiches, la proximidad del tabernáculo femenino (en buena ley la braguita se colocará por encima del liguero), su singular y expresivo diseño van a levantar inexorablemente al liguero como el símbolo de los símbolos de la femineidad, en no va más del erotismo íntimo, el estuche calado de la joya secreta.
A partir de este hecho, durante el desarrollo del siglo XX y la primera década del siglo XXI, incontables hechos han ocurrido en los campos del arte, la tecnología, los medios de comunicación y otros que han acelerado la irrupción de la ropa interior femenina como máximo símbolo de la sensualidad y la seducción.
La irrupción de modistas especialistas en el diseño de ropa interior, los desfiles de modas como escaparate de una gran industria de la sensualidad a través de la venta de ropa interior, y las ofertas infinitas publicadas en Internet, hacen aún más candente esta afición de la mujer por lucir su cuerpo y su sensualidad. Y claro, despierta también en el sexo opuesto esa afición por observar, admirar y gozar lo que adorna el objeto primero y último de adoración: el cuerpo femenino. /
"lo DICE:"
… loco, loco, loco, como un acróbata demente saltaré sobre el abismo de tu escote hasta sentir que enloquecí de libertad tu corazón…”
tango de Piazzola
QUICKIE
*Con datos del libro “Piel de Ángel”, historia de la ropa interior femenina, de Lola Gavarrón. Tusquets editores
(segunda edición Barcelona 1988).
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